lunes, 29 de septiembre de 2008

El lector del Siglo XXI

El lector actual es muy distinto del de hace dos o tres décadas. Los lectores de periódicos de 40 o más años suelen ser fieles a las publicaciones que leen siempre que éstas no los traicionen ni en cuanto a línea ni en cuanto a diseño. Los más jóvenes crecieron ante el televisor y prefieren los medios electrónicos. Entre las características básicas del lector más joven están:

No gasta su dinero en publicaciones que no le proporcionen una de dos cosas: utilidad o gratificación. Si puede evadir el costo económico de lo útil, mejor. Pero casi siempre está dispuesto a pagar por lo que le es gratificante.

Sus condiciones laborales son más complicadas, por lo que viven al día, sin ataduras ni responsabilidades de ser posible. Tienen poco tiempo para leer pero si la lectura los gratifica, se hacen del tiempo para lograrlo.

Tienen una escala de valores distinta, que no siempre entendemos –ni hacemos por entenderla–.

La iconografía tiene mayor relevancia en sus vidas. Consideran al diseño como una cuestión vital y no accesoria.

Están sometidos a un discurso consumista permanente.

Gustan del cine, la música, la moda y los espectáculos. Prefieren la diversión y la evasión, tienden al hedonismo más que a la toma de conciencia.

Desconfían de los instrumentos tradicionales e institucionales para mejorar sus condiciones de vida. [1]

Por ello resulta indispensable adecuar el periodismo a las exigencias de ese nuevo lector, pues es un hecho que los lectores fieles, es decir, los viejos y los maduros, están en vías de extinción por razones naturales; antes de llegar a la ancianidad disminuirán su compra de periódicos al disminuir sus fuentes de ingresos, y aún si no fuera así, sus capacidades lectoras se irán deteriorando con el paso de los años.

Así, la narrativa que hemos propuesto como parte de la solución a la caída drástica de lectores, debe hacerse en función del lector joven, nacido a finales de los 80 o principios de los 90. Ese lector, además de las características antes señaladas, precisa de una enorme velocidad narrativa. Como consumidor de pantalla puede digerir historias contadas a partir de escenas de tres segundos de duración como máximo.
Velocidad y economía del lenguaje

Por un lado existe un ritmo narrativo, que se da a partir de la combinación de tiempos en un texto. Por otro, está la cantidad de acciones que se le cuentan al lector.

La anisocronía es la diferencia que hay entre el tiempo de una narración y el que el lector tarda en leer la misma historia. Existen cuatro velocidades narrativas. La primera ocurre cuando la velocidad a la que se desarrollan los acontecimientos es la misma a la que el lector lee, es decir, cuando hay diálogo entre los personajes. Es la forma más lenta de contar las cosas, pero puede ser muy útil para reflejar los hechos como ocurrieron.

Cuando la narración no avanza en el tiempo –aunque sí consume el tiempo del lector– porque se hace una descripción física, una digresión o hasta un análisis filosófico, estamos ante una pausa. No se las debe eliminar de los relatos, pero abusar de ellas aleja a los lectores jóvenes.

El desfase que hace avanzar el tiempo más rápido que la lectura se llama resumen, que sintetiza lo principal de la acción, solamente nos da a conocer sus hitos. Es el recurso más usual entre las anisocronías. Y por último está la elipsis, que consiste en omitir grandes fragmentos del tiempo de la historia: “Veinte años después…”

El ritmo de un texto se construye a partir de la combinación de pausas, resúmenes, elipsis y diálogos. Esa alternancia es una de las estrategias que da la impresión de velocidad al lector.

Una segunda estrategia es la economía de palabras. Aunque suene contradictorio, pues narrar implica describir y eso sólo se consigue con palabras, hay que usar las menos posibles. Pero sobre todo, hay que contar el mayor número de acciones que se pueda, con el mínimo de palabras.

Es para mi colección, explicó el jefe y colocó la cámara de fotografías instantáneas sobre la credenza del privado; accionó el disparador de tiempo y corrió al escritorio sobre el que Gabriela, ya desnuda, lo esperaba con las piernas en alto. Ahora sí mi reina, vamos a sacralizar la oficina, dijo, y la penetró de sopetón para que el clic lo sorprendiera adentro. Gabriela apenas lo sintió, pues el vientre del jefe era un barril que reclamaba su lugar en el espacio y ni modo de negárselo, me ha costado un dineral cebarme así que aguántate. [2]

Ya se había dicho que entre los consejos de Ernest Hemingway a los jóvenes escritores estaba el de usar “palabras interesantes” por el costo que implicaba su envío. Ese aspecto fue uno de los que lo convirtió en un economizador de palabras. Las características de su estilo que subraya Lisandro Otero son:

…la economía de medios, la brevedad de la oración típica, el poder de síntesis, el ojo observador, la precisión descriptiva, la sobriedad en la adjetivación, las adquirió –en cierta medida– en la práctica del periodismo. (…) Su meta principal de aquella época era decir el máximo con el mínimo, lograr apretadas descripciones donde desapareciera lo superfluo. Él diría después que bastaba con recordar un detalle verdadero, algo que lo impresionó, y la evocación de un solo aspecto bastaría para que el lector compusiera en su cabeza el cuadro completo.[3]

Una oración corta cuenta las cosas a mayor velocidad que una larga por exceso de adjetivos del mismo modo que una descripción que usa más palabras de las necesarias por no encontrar los términos precisos, alarga la historia. Y la capacidad para decir algo con una frase y no con media página hace más veloz la lectura en dos sentidos: en el tiempo que se consume en leerlo y en la velocidad de la historia narrada.

Las técnicas del nuevo periodismo

Aunque no son recientes, las técnicas del Nuevo Periodismo pueden funcionar aún en América Latina, donde no fueron implementadas del todo sino por unos cuantos medios marginales, y podrían ser readaptadas conforme a las necesidades del lector actual, a modo de hacerlas otra vez novedosas, al menos para una generación que no vivió la década de los sesenta. Los procedimientos usados por el Nuevo Periodismo fueron cuatro, a decir de Tom Wolfe:

Construcción escena por escena; consiste en contar la historia saltando de una escena a otra y recurriendo lo menos posible a la mera narración histórica. Esta técnica implica por tanto el uso de las anacronías, analepsis y prolepsis.

Reproducción de diálogos realistas, obtenidos a partir de testigos de escenas reales de la vida de las otras personas. Esos diálogos, asegura el autor, sitúan y reafirman con más eficacia a los personajes que las descripciones, aunque como ya se vio, el diálogo suele tener un tiempo de lectura igual al de las acciones narradas.

Su tercer procedimiento es el “punto de vista”, que presentaba las escenas a través de los ojos de algún personaje. Es lo que los literatos llaman voz narrativa. La narración desde el punto de vista de uno de los protagonistas implica minuciosas entrevistas con preguntas sobre los pensamientos y emociones del personaje, además de la información convencional de cualquier trabajo periodístico.

La cuarta técnica es incluir la relación de gestos, hábitos, modales, costumbres, tipo de muebles, ropa, decoración, estilos de viajar, de comer, de llevar la casa, de comportamientos ante los niños, los criados, los superiores, los iguales, las diversas apariencias, miradas, pases, y demás detalles simbólicos del estatus de las personas, entendido como el esquema de conducta por el que se expresan su posición en el mundo, o la que creen ocupar o la que confían en alcanzar.

A esos cuatro que explícitamente señala Wolfe como sus técnicas, habría que añadir otro que menciona apenas. El uso de los signos de puntuación, cursivas, negritas y otros elementos tipográficos para reproducir emociones y representar pensamientos, dudas, lagunas mentales, asombro, etc. [4]
Parte del secreto del Nuevo Periodismo reside más que en la técnica de redacción, en la capacidad de investigación del reportero. Con buenos materiales se puede hacer una nota extraordinaria, o una apenas buena. Con malos materiales hay que ser un genio de la redacción para conseguir un resultado apenas decente. Wolfe explica cómo logró el éxito cierto columnista que no se limitó a opinar sobre la nota de ocho columnas de ese día:

En cualquier caso Breslin hizo un descubrimiento revolucionario. Hizo el descubrimiento de que era realmente factible que un columnista abandonara el edificio, saliese al exterior y recogiera su material a pie, con su propio y genuino esfuerzo (…) Pero Breslin trabajaba como energúmeno. Se podía pasar todo el día recopilando información, volver a las cuatro o así de la tarde, y sentarse ante una mesa de la redacción local. Todo un espectáculo. Al sentarse ante su máquina de escribir, se encorvaba hasta adquirir la forma de una bola de boliche. Se ponía a beber café y a fumar cigarrillos hasta que el vapor empezaba a impulsar su cuerpo. Al entrar en ignición comenzaba a teclear…” [5]

Fue ese mismo periodista el que describió la caída de cierto jefe de la mafia, destacando en distintos momentos un anillo con un diamante que lucía y del que alardeaba en sus buenos tiempos, lo usaba como juguete para distraer su nerviosismo y lo retuerce ferozmente cuando es presentado ante la corte, etc. Y al final, cuando es encarcelado, remata con una escena en la que el fiscal come ensalada y carne en una bandeja, como cualquier burócrata de medio pelo, subrayando un detalle:

“-No llevaba nada que brillase en la mano. El tipo que ha hundido a Tony Provenzano no tiene un anillo de diamantes en el meñique”. [6]

En este caso tenemos una nota de contraste muy definida. El remate nos hace ver el juego de Breslin a lo largo de todo el texto, pues el diamante se convierte en un símbolo de poder y riqueza pero no de honradez, como la mano desnuda del fiscal.

Voces narrativas

Antiguamente la literatura manejaba sólo dos voces narrativas: el narrador omnisciente, que hablaba en tercera persona y conocía todos los sentimientos, los secretos y pensamientos de los personajes, y una voz en primera persona que era simultáneamente personaje. Las divisiones de las voces narrativas más recientes las clasifican así:

Narrador autodiegético. Es el que cuenta su propia historia, habla en primera persona y tiene una conciencia parcial de los hechos.

Narrador intradiegético. Cuenta la historia desde adentro del grupo de personajes a los que pertenece, ya sea como testigo o como personaje secundario. Puede escribirse en primera, segunda o tercera persona.

Narrador extradiegético. Es ajeno a la historia y la narra desde afuera, en tercera persona; corresponde al narrador omnisciente en tanto puede pasear por los pensamientos más íntimos de los personajes.

Narrador metadiegético. Es un narrador que hace juegos autorreferenciales, creando un segundo plano, otra dimensión. En la ficción ésta crea un segundo plano de ficción. En ese estado es casi imposible de usar en el periodismo por su carácter de “teatro dentro del teatro”; sin embargo, cuando la realidad implica una superposición de planos puede utilizarse con efectividad.

Por ejemplo, un terrorista en Bagdad que sueña cómo será su fin al estrellar un avión en las torres gemelas, piensa en el oficinista al que considera un infiel. Mientras, se cuenta la historia del oficinista que desde una de las torres gemelas busca soluciones al problema económico de un Estados Unidos con una enorme deuda interna. Luego, un estratega militar en el Pentágono plantea la necesidad de una nueva guerra para reactivar la economía norteamericana, y lo hace pensando cómo acusar de terrorismo a alguien en un lugar lejano, digamos, Bagdad… Obviamente el trabajo enorme es conseguir suficientes entrevistas y hacerlas a tal profundidad que podamos entrar en ese terreno de comparaciones, contrastes y objetivos distintos. [7]

Verosimilitud

Una cosa es la veracidad y otra la verosimilitud. Muchas cosas verdaderas suenan increíbles y otras falsas pasan por reales. La verosimilitud es la posibilidad de hacer real, creíble, una historia para los lectores. Cuando las noticias nos dicen que cierto político se llevó del erario 250 millones de dólares, o que ésa es la ganancia de un narcotraficante en cierto lapso, el dato es muy abstracto para los lectores: ¿cuánto espacio ocupará un millón de dólares en billetes de 100? ¿Qué se puede comprar con esa cantidad?

Si pensamos que un millón de pesos mexicanos alcanza para comprar tres casas de interés social –ese sueño inalcanzable de tantos mexicanos– y 250 millones de dólares son 2,500 millones de pesos, podríamos decirle al lector que el político o el narco obtuvo una cantidad que alcanzaría para pagar 7,500 casa de interés social. Si tenemos el dato de cuántas casas hay en una unidad habitacional determinada, podríamos también decir que ese dinero alcanza para comprar x número de veces la colonia fulana… El dato abstracto se vuelve algo tangible.

Algunas historias pueden parecer completamente absurdas. Sin embargo, una regla de la literatura es que la gente cree historias que carecen de congruencia porque quiere creerlas, desea que sucedan. Un cuento de hadas y la historia –real– de la mesera que recibe como propina por parte de un desconocido un billete de lotería que sale premiado y se vuelve rica, son igualmente absurdas. Sólo que una es falsa y la otra es verdadera, y al público siempre le gusta leerlas. Particularmente si se trata de jóvenes quienes optan por el lado agradable de la vida.
[1] López, Manuel. Nuevas competencias para la prensa del siglo XXI. Paidós, Barcelona, 2007. pp. 45-53.
[2] De la Borbolla, Óscar. Manual de creación literaria. Nueva Imagen, México, 2002. pp. 70-71
[3] Otero, Lisandro. Hemingway y el periodismo. www.saladeprensa.org
[4] Wolfe, Tom. El Nuevo Periodismo. Ed. Anagrama, 8ª. Edición, Barcelona, 2000. pp. 50-52.
[5] Ibid. p. 23.
[6] Ibid. p. 24
[7] Beristáin, Helena. Diccionario de retórica y poética. Ed. Porrúa, México. 2001.

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